Castillos
existen en el aire, también se construyen en la imaginación, todos son fruto de
nuestros deseos de felicidad, de esa búsqueda de pasar por la vida de lo mejor
posible. Sin embargo, hay castillos que no son tan honestos, son esos que se
ofrecen en una esquina por vendedores de ilusiones que siempre son moneda de
cambio.
Desde niños nos
prometen que si comemos nos darán un pastel. Crecemos y nos prometen que si
estudiamos podremos ver una hora la tele. Seguimos adelante y nos ofrecen una
moto si pasamos curso; y continuando con la vida mas mayores nos plantean el
dilema de tener una carrera y un coche en la puerta. Nos pasamos la vida con la
esperanza de un regalo a cambio de algo nuestro, que sin embargo debería ser
nuestro premio al esfuerzo como única recompensa. Mas tarde cuando nos hacemos
adultos, cuando la madurez llega a ser la sombra y no el brillo de una
estrella, también somos objeto de ese chantaje, nos dicen que si limpiamos los
platos tendremos sexo. Todo en la vida es a cambio de algo y mientras tanto
corren por si solas las ilusiones y las esperanzas como preámbulo de la
decepción.
En el mismo
libro del Génesis de la Biblia Dios
ofreció el paraíso a cambio de algo tan simple como era no caer en la
tentación de la manzana. En el presente los falsos Arturos, los reyes o
presidentes vetustos de la ceremonia de los necios ofrecen otros paraísos, de
esos que se encuentran tras una mesa redonda en la que se deciden destinos
propios y ajenos. Despachos de interior que tras la cortina de un flequillo
mejor o peor cortado prometen republicas de papel, de esas de usar y tirar en
las que como toda frontera implican la exclusión, la marginación del que no
piensa como el líder y la mirada pública del que se sale del ágora de los
pecados y simplemente no es tan ingenuo para creer que esas repúblicas, serán
iguales para todos. La inocencia nunca es gratuita sino que tiene su precio,
uno tan triste y doloroso como lo es la decepción; aquella sombra que llega
incuestionablemente tras el paso de la euforia, de los balcones de banderas y
las canciones simbólicas de las que no cotizan en los 40 principales pero que
si aparecen de década en década en las listas de las superventas, más por
emociones del hígado que por las que se crean en el corazón.
Una vez más
Arturo quedó tras la mesa de los despropósitos, sin su espada y asomado en un
balcón mientras el gobierno de los feos, cantaban la canción de la desesperanza
como consuelo a sus inútiles y falsas promesas. Lo malo de todo ello no es su
pérdida sino el desconsuelo de aquellos que creyeron en ellos, en esos que se
juntaron tras la hoguera de los sueños
imposibles, a los que no les quedará otra que seguir viviendo en paz sea quien
sea el que les cante la canción de las promesas a cambio de recompensa.
No confiemos
nunca en aquellos que nos ofrecen fronteras de paraísos para llevarnos a su
infierno. Camelot no volverá y tan solo permanecerá impasible tras las butacas
de una sala de cine de un domingo por la tarde entre palomitas de maíz y nubes
de algodón.